Galería de Arte Juan Manuel Lumbreras

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Javier Pagola

Figuraciones mías

Texto del catálogo de la exposición por Pablo Llorca:

EL ROSTRO REVELADO

Lo que soy no está escrito / no está representado en el hombre/ El hombre es sólo un bloque opaco / movido por lo que está reprimido / rechazado / lo que no está revelado / en el cual cada gesto es revelación espontánea. Antonin Artaud

El rostro oculto

La relación que la pintura contemporánea ha tenido con el rostro humano ha sido la historia de una tensión. Enterrado el rostro de continuo, pero también exhumado, cuando esto último ha pasado en muchas ocasiones lo ha sido para someterlo a deformación o mantenerlo bajo una máscara. “Máscara y disfraz para ocultar aquello que no puede ser visto”, decía Jean Clair. No pueda o no deba ser visto, el rostro está ahí, no obstante. Desde la cabeza como máscara africana que insinuó Picasso en “Las señoritas de Avignon”, los rostros grotescos y caricaturizados de Grosz y Dix, o la utilización fantasmagórica y mineral de los metafísicos de entreguerras, todos ellos vienen a reconocer que pese a toda tentación de eliminarlo el rostro existe. ¿Y qué no pensar de la generación de los 50, que hizo militancia del asunto y que se expresaba a través del cuerpo, la action painting que evitaba mostrarlo de manera directa, pero nunca del rostro? Cuando algunos informalistas lo representaban (De Kooning, Saura, los accionistas vieneses o Rainer) lo hacían francamente a disgusto y seguramente por eso no se privaban de violentarlo sin desmayo.

Saura y Gordillo

Respecto a Antonio Saura se ha aludido con frecuencia a la relación artística –que acompañó a la personal- que tuvo con Javier Pagola y, más extenso, a la influencia general del informalismo en la obra de éste, un elemento a considerar, como luego veremos, pero también a matizar. Se ha hablado asimismo de la presencia de algunas figuras y formas que se repiten en la obra de ambos. Y desde luego que Goya fue también una referencia iconográfica común. Creo, no obstante todo eso, que sus intereses son los opuestos, y que mientras Antonio Saura trata de ocultar rostros, enmascararlos de una manera terrible, Javier Pagola está interesado en revelarlos y sacarlos a la luz.

Con el creador español que tendría un vínculo más estrecho es con otro histórico, aun en pleno fervor creativo, Luis Gordillo, que es el artista que en la España de aquella época más interesado se mostró por el tema del rostro. Ya desde comienzos de los 60 pintó, dibujó y fotografió, o se apropió, de centenares de cabezas de todo tipo. Serenas o dislocadas, pintarrajeadas o completas, francas o semiocultas… Aunque cuando las presentaba con la apariencia realista lo que mostraba era una especie de reconstrucción al modo del monstruo de Frankenstein.

La alusión a Saura y a Gordillo es pertinente para situar a Javier Pagola. Aunque más de veinte años de diferencia en edad le separan de ellos, él ha sido siempre consciente de la cadena artística a la que todo artista pertenece (que él mismo retrasa al menos hasta los rostros de los grabados de Rembrandt, lo más grande de la historia del arte, en sus propias palabras). Y es que, pese a haber comenzado a pintar en una década, la de los 80, para la cual la representación del rostro ya no suponía un trauma significativo, en él sigue existiendo la tentación del ocultamiento. O el juego por esconder mientras se revelan pistas. Un asunto en el cual considera el rostro como uno de los elementos fundamentales. Una disposición similar a la utilizada por Luis Gordillo, como he señalado, en cuya obra el rostro pugna por salir y de una manera u otra siempre lo consigue. A veces enfatizando la expresividad, un asunto para el cual ambos recurren a las posibilidades formales que el tebeo ofrece, un género beneficiado por su falta de prejuicios a la hora de concretar expresiones y formas (aunque algunos perfiles de Javier Pagola recuerdan a algo más antiguo, los de Odilon Redon, inspirado a su vez en imágenes de las revistas ilustradas y en portadas de libros de su época).

Primeros rostros

El folleto editado para una de sus primeras muestras, la que tuvo en el Ateneo madrileño en 1985, reproduce obras que son acumulaciones de figuras humanas –a veces con rasgos animales, algo que no le abandonará, como luego veremos-, cuyos rostros ofrecen todo tipo de expresiones. En ese mismo folleto, una de las obras presentadas muestra la importancia decisiva que ese rostro ya entonces tenía y seguirá teniendo para él. En ella yuxtaponía dos elementos, dos cabezas creadas de manera muy diferente entre sí. Una, una especie de homúnculo, pintado como alguien haría un graffiti en la calle, rápido y accidentado pero muy expresivo. La otra figura es completamente opuesta en su origen: una pieza de ferretería, colocada sin más sobre la pared y que en su agigantamiento fotográfico recuerda de manera inequívoca un rostro. A propósito o de manera accidental, obra trazada o ready made, Javier Pagola ya entonces elaboraba un manifiesto sobre qué era lo que más le interesaba.

El rostro revelado

Rostros y cuerpos, pero no necesariamente de la misma persona, es lo que casi siempre repite obra tras obra (con excepciones: a veces recurre a iconografía abstracta, pero uno se pregunta si no serán intentos no desarrollados de hallar la figura). Incluso en una serie, la de sus magníficos Diarios, en la que abundan signos y escrituras, también apela a las representaciones de lo físico. E incluso en lo que él mismo ha escrito sobre el proceso de elaboración podemos intuir una de las claves de su trabajo: “Apuntar las cosas, registrarlas y mientras piensas en la siguiente hacer un dibujo al lado. Alguien me dijo una vez: -Quien dibuja, piensa bien. El dibujo como pensamiento… Abro uno de mis cuadernos y leo: yo no pienso, dibujo. Dibujo, dibujo automático, dibujo elaborado y libre, sin trabas”. Que él favorezca el “yo no pienso, dibujo” sobre “quien dibuja bien, piensa bien” conduce hasta otra cita, la goethiana “si no lo he dibujado no lo he visto”, aplicable como aquella otra a su modo de hacer, que consiste en la supresión de cualquier pensamiento previo al trazo primero. Es el trazo el que va revelando la imagen. Dibujo automático, o parcialmente automático, lo que no quiere decir dibujo infantil sino el propio de un adulto que no sabe dibujar (no es su caso, evidentemente) y sin embargo se entrega a ello. Creo que el proceso aplicado por el propio Javier Pagola es similar: dejar que el lápiz, o cualquier otro instrumento que cumpla una función similar, vaya al principio derivando de manera aleatoria para, a partir de esos trazos iniciales, configurar una forma precisa, que normalmente se concreta en una cabeza, de perfil la mayor parte de las veces pues de esta manera se esquiva la simetría obligada. Rostros de expresiones variadas, que no responden a una idea preconcebida, aunque con frecuencia son rostros estupefactos, semiocultos bajo una máscara que sin embargo trasluce la expresión. No deja de resultar sorprendente la coincidencia entre el método utilizado a partir de un lapicero simple, que va revelando las formas ocultas, con tecnologías modernas como los rayos X u otros instrumentos contemporáneos que permiten ver lo que se escapa al ojo (aquellos que fotografían el aura, la técnica de la tridimensión que puede servir para reconstruir el rostro impreso en la sábana santa, etc.). Estos, como el dibujo, revelan de manera visual lo que está más allá de la apariencia y sin embargo existe.

En otras ocasiones, y con cierta insistencia incluso, Javier Pagola muestra calaveras que denotan, esta vez sí, la ausencia del rostro. Y a veces también lo que dibuja son cabezas de animales que conservan algunos rasgos humanos, con comportamientos comunes a ambos pero que en el hombre están socialmente proscritos. Un híbrido entre hombre y animal al que han recurrido algunos artistas actuales como Sean Landers, Marcel Dzama, Ramiro Fernández Saus, Luis Salaberría, o Jane Alexander, creadores que como él suelen expresarse de una manera impulsiva y que tratan de mantener algo de inmediatez a la hora de trabajar, y cuyas alusiones respectivas a lo animal pudieran ser símbolos de esa manera instintiva de crear.

Lo preciso y lo informe. El mirón y la modelo

Una manera, la de derivar figuras concretas a partir de formas abstractas, que él ha conducido a una especie de esencia en una serie de dibujos hechos a partir de las arrugas que forman papeles estrujados y rociados con un spray. Considerando el dibujo de esos pliegues como líneas y las manchas que el spray ha dejado como campos de sombra, a partir de eso va delineando figuras concretas. Insinúa de esta manera la relación estrecha y de fronteras permeables entre lo que puede ser definido y las formas abstractas. Un vínculo nada sorprendente para un artista que siempre ha emitido señales hacia el informalismo pero que, por generación, ha conocido el desarrollo sufrido por aquél y el proceso de síntesis entre las formas reconocibles y  las amorfas que ha originado gran parte de los trabajos plásticos más intensos de los últimos años, los de Mike Kelley, Louise Bourgeois, Asta Gröting, Jukka Korkeila o el mismo Luis Gordillo, entre otros muchos que han decidido caminar en un campo coordinado entre lo inconsciente y lo público, lo privado y lo externo. Lo que en el caso de Javier Pagola muchas veces quiere decir el rostro como sujeto y el cuerpo ajeno como objeto.

En una obra de 1989, cuando tras un par de años de incertidumbres volvía a afianzar sus intereses, colocó un rostro con forma de rombo mirando un cuerpo femenino muy carnal, aunque con alas de ángel en su espalda. Desde luego que en sus dibujos no siempre ese es el tema, pero la frecuencia de esa disposición hace que sea significativa (de hecho, él mismo ha comentado que la escena de Susana y los viejos siempre le ha fascinado). Y también lo es que sus cabezas desconcertadas o desamparadas o vergonzosamente lujuriosas pueden tener un semblante digno de las de Messerschmidt, pero en cambio los cuerpos –femeninos, siempre en estos casos- son mucho más reales y posibles en su apariencia. Ya despojados de aquellas alas angelicales, suelen mostrarse ni especialmente voluptuosos ni estupendos, y sí de una carnalidad  doméstica. Algo de tiempo parece haber pasado desde su “¿Dónde está Wallace?” (1993), un maremagnum de figuras de todo tipo –con mucha relación con los campos frenéticos que Luis Salaberría comenzó a hacer enseguida-, amontonadas y dispuestas en la superficie de manera vertical. Multitud de rostros y cuerpos de todo tipo, desde los verídicos hasta otros irreales, algunos formando posturas sexuales (el erotismo recorrerá un gran trecho de su obra pero casi nunca de una manera explícita), dispuestos entre manchas negras indefinidas. Una vorágine corporal de la que se irá distanciando enseguida. De hecho, incluso en obras como los Diarios, donde muestra su apego al horror vacui, se mostrará más comedido que aquí. Su desarrollo posterior, no obstante, mostrará parte de la tensión a que él mismo está sometido, la de una progresiva simplificación de formas y figuras (la disposición de buena parte de esas obras donde una cabeza observa un rostro remite, y no sólo en el tema, a buena parte de la obra del Picasso voyeurista) junto a la tendencia irrefrenable por acumular. Como sucede, esto último, en obras muy recientes, en donde esboza infinidad de líneas sin aparente orden, seguramente porque espera que de alguno de esos trazos aparezca la figura deseada. Pues ese, al fin y al cabo, es el objetivo de su tarea.

Pablo Llorca

Notas de prensa:

«Pagola deslumbra al visitante a través de un conjunto de composiciones de corte sensual en las que despliega un universo mágico cargado de erotismo, tragedia y sentido del humor. Destacan sobre todo los dibujos de gran formato. 

Pagola da más rienda suelta a su imaginación y en ellas aparecen retratados todo tipo de personajes en composiciones múltiples a través de las cuales el pintor donostiarra explora el amplio espectro del gesto humano.

Y en estas obras lo demuestra, realizando un auténtico despliegue de muecas en las que podemos leer la amplitud y maravilla de la psicología humana». 

Periódico Bilbao, febrero de 2006, Galder Reguera.

«Percibimos una suerte de musicalidad en la relación rítmica de las líneas, gracias a la feliz convivencia entre las escuetas líneas de trazos largos junto a los omnipresentes minúsculos trazos. Estos mismos trazos se encargan de construir con tino y paciencia sugerente zonas de color (que en óleo llamaríamos zonas de colores netos, colores planos). 

En las obras de gran envergadura, cada minúsculo trazo debe tejerse sin descuido, con especial mínimo, porque el acierto total depende del dulce vigor de cada liliputiense grafía».

El País, 16 de enero de 2006, José Luis Merino.

«Un tipo de trabajo artístico que no busca la novedad por la novedad y que supone el retorno a lo subjetivo y el trabajo manual, sensitivo, poético o narrativo, pudiendo el autor enraizarse en sí mismo sin ser tachado de lacrimógeno, antiguo y blando. En este contexto surge Figuraciones mías, título de la propuesta de Javier Pagola, que indica a las claras el tono personal, cotidiano y un tanto irónico de su obra sobre papel.

Ante sus obras es preciso desplegar el sentido de la imaginación. Hay que comportarse con el espíritu libre y sobrevolar la distancia que hay entre la obra y uno para dejarse mecer por el misterio que se esconde tras una figuración que anota con precisión unas partes anatómicas y transforma las otras a su libre albedrío. 

Un trabajo elusivo que es condicionado por un dibujo muy preciso, que se estira y alarga con fuerza o crea rítmicos trazos y repetitivas marañas para saturar determinadas superficies. Crea perplejidades y paradojas mediante seres desnudos en posiciones dudosas que dejan ver lo de dentro y el exterior».

Deia, 28 de enero de 2006, Xabier Sáenz de Gorbea. 

Fecha: 10 Ene - 04 Feb 2006

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