Ángel Garraza
Lurras Sigillatas
QUIZÁ venga propiciado por el medio mismo en que desarrolla su trabajo. Una de las más antiguas tecnologías ingeniadas por el ser humano, la cerámica sigue siendo esa alquimia arcaica que obra el prodigio de transmutar la tierra a través del fuego. No hay tantos empeños artísticos que puedan recurrir a un repertorio de procesos y saberes acumulado a través de milenios. Ese peso invisible debe de sentirse en el taller y quizá ayude a explicar parte de la sofisticación técnica que exhibe la obra de Ángel Garraza. Para lograr la resistencia necesaria en sus grandes volúmenes añade al gres chamota, esto es, una cerámica cocida, machacada y tamizada que se mezcla con la pasta en crudo. El efecto de ennegrecido que muestran algunas piezas lo consigue mediante una forma especial de cocción denominada carbonación. Aunque lo más característico de las series que aquí se reúnen es el empleo de la terra sigillata, a la que remite incluso el título de la exposición.
El término se originó como descriptor arqueológico para un tipo de vasijas de arcilla roja producidas en el Imperio romano durante los siglos I y II d.C. Su acabado brillante y su decoración en relieve las convertían en un artículo muy apreciado, que se exportaba masivamente desde la Galia del sur a muchas otras provincias. El nombre procede de los sellos (sigilla) que los artesanos estampaban en las vasijas como marca de autoría. La terra sigillata contemporánea logra el mismo tacto sedoso aplicando sobre la superficie de la pieza sin cocer las partículas más finas de una arcilla
en suspensión que ha sido decantada y puliéndola posteriormente. Este acabado aporta a las piezas de Ángel Garraza una tersa homogeneidad que parece negar la posibilidad misma de cualquier arista o imperfección. Es como si cada obra quisiera desechar su misma condición de artefacto, alejando cualquier sospecha de indecisión o de conflicto en el proceso de su producción. Parecen más bien haber brotado o haber nacido, como convocadas por las leyes del crecimiento orgánico.
Merece la pena citar aquí en extenso al propio artista, que señala justamente en esta dirección: “Intento que el dominio del medio sea lo más elevado posible para que las cosas fluyan de forma natural, y se expresen sin dejar huella. Es decir, quiero conseguir que los objetos sean rotundos, sean naturales, que nazcan de forma espontánea, que aparenten no estar manipulados”. Parece difícil hacerse eco de un modo más fiel de las palabras de Kant en la Crítica del juicio, cuando afirma que una obra de arte “debe parecer tan libre de toda violencia de reglas caprichosas como si
fuera un producto de la mera naturaleza”. Y, en efecto, las piezas de pared de Garraza son como placas de Petri que custodiaran formas inéditas de vida microbiana. Sus esculturas parecen imaginarios animales recostados que, como pulpos u orugas fantásticas, estuvieran a punto de desperezarse y mirarnos. A esto contribuye no poco una presentación en sala muy trabajada, con elementos expositivos que favorecen una peculiar interrelación entre espacio y obra. Varias piezas se apoyan en pequeñas mesas formadas por listones de madera, casi como si dormitaran sobre ellas en distintas posiciones: vueltas hacia la pared o colgados de ella, expuestos de frente, recostados sobre un lado.
A ese particular ensamblaje de cerámica y madera remite el título de la serie: “paisajes de sobremesa”. Son, claro, literales piezas de sobremesa, puesto que buscan diluir expresamente el aspecto típico de la peana, evocando quizá el de una mesita baja de sala de estar o el de una mesa de exterior. Estas resonancias contagian las obras de una cierta domesticidad, como si quisieran alejar su condición orgánica de cualquier tentación de lo sublime natural, ajustando su escala a la de la vida cotidiana. Un paisaje de sobremesa, al fin y al cabo, es uno que puede ser explorado detrás de una taza de café. Hay aquí un guiño irónico, incluso cómico, que cabe también tomar más en serio. Si seguimos retornando a Kant, podrían recordarse sus “leyes de la humanidad refinada”, que no son sino una serie de reglas para asegurar una sobremesa placentera en la que cunda una animada y provechosa conversación. Para Kant estas ocasiones de intercambio social, que él mismo trató de cultivar cuanto pudo, daban la oportunidad de conjugar del modo más espontáneo la libertad y la sujeción a principios. La invitación a una sobremesa, entonces, resulta menos trivial de lo que podría parecer, aun cuando transcurra sin una sola palabra. El sigillum latino hacía referencia a las marcas de autoría de un artesano, pero también al sello que protegía aquello de lo que no debía hablarse a la ligera. Es con sigilo como estas tierras de Ángel Garraza nos cursan su invitación a conversar con ellas. Merece la pena aceptarla.
Tierras en sigilo. JAIME CUENCA. Periódico Bilbao. Mayo, 2024.
Fecha: 18 Abr - 31 May 2024