Galería de Arte Juan Manuel Lumbreras

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Joaquín Millán

Danzas circulares

Joaquín Millán va cazando gigantes en sus interminables tareas de flaneur. Sabe que la ciudad es una criatura viva, quizá la obra maestra de los hombres, una obra común, en continua metamorfosis, corrigiéndose a sí misma como un manuscrito incansable que va apilando versiones sobre las anteriores, haciendo aparecer nuevas criaturas de cemento, hierro, vidrio, acero donde antes no había nada, elevándose lentamente, porque toda ciudad es una torre de Babel que con mucha paciencia, hilando generaciones, va alzándose sobre lo que fue. En la ciudad los tres tiempos se dan la mano escrupulosamente: el pasado está siempre presente como presente está el futuro. En cuanto al presente, no hay otro tiempo. Cuando uno ve libros de fotos antiguas sobre ciudades que conoce se da cuenta de que las ciudades fotografiadas ya no existen en la realidad, quedaron congeladas, son espectros, pueden ser más o menos parecidas a las del presente, pero no pueden ser las mismas, como nosotros, los de entonces, tampoco somos los mismos.

Detener a las ciudades en un momento determinado de esa narración constante que son, retratarlas en algunos de sus personajes más imponentes o en sus rincones más especiales, es una de las tareas que ya hace muchos años se propuso el gran pintor Joaquín Millán. Otras veces he dicho que pinte la ciudad que pinte, en realidad está componiendo una ciudad propia. Roma o Londres o Madrid le surten de espacios para que vaya componiendo esa cartografía tan propia ya, tan reconocible, tan elegante y fría a la vez, tan exquisitamente diseñada.

La ciudad le interesa a Millán como motivo artístico, pero también como álbum donde ir haciéndonos su propio retrato. En cuanto a lo primero no hace falta gastar mucha prosa, y él mismo, en su tesis en marcha, está estudiando cómo fue la ciudad apropiándose de los pinceles de tantos artistas. Prefiero pues detenerme en lo segundo y llamar la atención sobre la fuerza mágica que tienen los lugares que Millán elige para sus obras. No es que sean lugares con prestigio previo-aunque algunos sí lo tengan-, pero una de las fuerzas de la pintura de Millán es precisamente dotarlos de ese aura, de concederles, al elegirlos primero y al pintarlos concienzudamente después, en una actividad frenética compuesta de ensayos y pruebas constantes, pacientes, incansables. De alguna manera su mirada se apropia de lugares y los dota de un enigma, de una viveza, que no sabría definir sino utilizando su propio apellido: los millaniza, por decirlo así.

Es el enigma de la pintura. Lo sé porque lo he vivido. Lugares que vistos y vividos en primera persona no dejaron en mi memoria más que un vago eco, vistos en la pintura de Millán se me clavaban en la memoria para siempre. Utilicé antes el adjetivo «frío» para definir su pintura, su voz. Puede que llame a engaño. La ausencia humana en sus cuadros tiende una trampa muy poética a los ojos del espectador, porque esa ausencia es en realidad un trampantojo: sí que hay presencia humana en los cuadros de Millán, no sólo la presencia de la ciudad como obra maestra de los humanos, como ingenio complejísimo en el que presente e historia danzan lenta o vertiginosamente camino de un futuro siempre a la mano, sino también la presencia humana del propio espectador, el encargado de percibir el aura con que Millán ha sabido enaltecer tantos y tantos lugares, edificios que están vivos en su pintura, que son personajes de una apasionante obra en marcha donde se enlazan los juegos geométricos con la belleza pura y dura de algunas de esas criaturas en las que identificamos su voz de artista verdadero, entendiendo por artista verdadero aquel que nos enseña a mirar el mundo, las ciudades, mientras gastamos la vida en no vivirla, según el verso de Eliot.

Millán, como gran conocedor que es de la tradición que asume, podría soltar una retahíla de nombres propios en la que enraizar su propio quehacer. No hace falta rebajarse a la pedantería de hablar de influencias. Basta con apreciar el modo tan genuino en que Joaquín Millán ha sabido utilizar su propia tradición como trampolín para dar ese gran salto que es su obra, una de las más genuinas, limpias y honestas de nuestra pintura. Una de las más personales también. La obra de un flaneur que sabe cómo dotar de aura edificios, parajes, rincones, no lugares, gigantes aparentemente inertes que en sus cuadros se llenan de vida, de enigma, de insólita belleza.

JUAN BONILLA. «Danzas circulares«. Mayo, 2019.

Fecha: 16 May - 21 Jun 2019

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